Archivo de la categoría: Ed. Siruela

Aquí no se fía (nadie de las recomendaciones de Navidad)

Ayer me llegó, por vía de Twitter, el enlace a una «selección» de «treinta títulos para los más pequeños de la casa», publicada en ABC. Aparte de la alegría personal porque uno de esos libros lo ha traducido mi mujer (y, cosa rara, el editor cumple con la Ley de Propiedad Intelectual y paga derechos de autor por la traducción; así que ojalá se venda por miles), la sensación general era negativa: algunas presencias poco dignas y muchas ausencias clamorosas. Buscando datos objetivables, terminé por reducir la selección a los editores mencionados. En orden alfabético: Anaya (5), Cuento de Luz (4), Edelvives (1), Juventud (4), La Galera (3), Macmillan (2), Palabra (3), Planeta (3), Siruela (4) y SM (1).

Visto lo visto, mi enhorabuena a los servicios de márqueting de los editores recomendados repetidamente, porque han cumplido a la perfección con la labor por la que cobran: hacer llegar sus obras a los medios. Pero al periódico, una de dos: si venden publicidad, llámenla por tal nombre; y si lo que quieren es ofrecer a sus lectores selecciones mínimamente merecedoras del calificativo, antes pasen por una buena librería en la que puedan ver igualmente los catálogos de (de nuevo en orden alfabético) A buen paso, Bárbara Fiore, Coco Books, Combel, Corimbo, Cuatro azules, Ekaré, Flamboyant, FCE, Jinete azul, Kalandraka (y Factoría K), Kókinos, Libros del Zorro Rojo, Lóguez, Lumen, Media Vaca, Nórdica, OQO, Pintar-Pintar, Proteus, República Kukudrulu, Sd, Thule… y los que me dejo. Se sorprenderán muy gratamente y, de paso, no engañarán a los lectores, cuestión que tal vez figure en esa letra pequeña del periodismo que fueron los códigos deontológicos.

Visto algún comentario, añado un abrazo a los autores, ilustradores y editores recomendados en ese artículo. No va, en ningún caso, contra ellos.

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Presentación de ‘Cuentos populares de la Madre Muerte’, de Ana Cristina Herreros, en El Dragón Lector (2-N)

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Encuentro con Ana Cristina Herreros (Ana Griot) en la librería Rayuela (19-O)

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‘Una tristeza desteñida y gris’ (Marcovaldo, de Italo Calvino)

Marcovaldo[1]Buena parte de la literatura juvenil, en el sentido de la que se publica en colecciones específicamente dirigidas a ese público, es más optimista de lo que autorizaría un examen objetivo de la vida. Pueden tratarse temas duros, pero casi siempre hay una puerta de salida y remontada. En cambio no abundan (si las hay) narraciones centradas en la clase de desánimo sin salida que no es infrecuente ni en la vida adulta ni quizá en mucha de la literatura actual. Entiendo que es una de las barreras que, de un modo más o menos consciente, no se suelen saltar cuando se escribe para lectores jóvenes (dejemos por ahora a un lado que «escribir para» sea un concepto muy denostado). No me parece mal, pero tarde o temprano, por invitación, curiosidad o simple madurez de la manzana, el filtro se retira.

En la frontera del desánimo y la frustración vive Marcovaldo, personaje de una serie de cuentos estacionales de Italo Calvino cuya miseria se ve moderada por rasgos de humor, ternura y, con el tiempo (la serie se escribió a lo largo de un decenio y hay variación estilística), algún rasgo de fantasía. La traducción española de Juan Ramón Masoliver (editoriales Destino y, en este siglo, Siruela) es curiosa por su riqueza léxica. Copio a continuación el principio del cuento 12, de Invierno, titulado «Una equivocación de parada». El título le hace justicia…, pero el final, no os lo contaré yo.

INVIERNO
12. UNA EQUIVOCACIÓN DE PARADA

Para quien detesta la casa inhóspita, el refugio preferido en las veladas frías es siempre el cinematógrafo. La pasión de Marcovaldo eran las películas en color, sobre la pantalla panorámica que permite abrazar los más dilatados horizontes: praderas, montañas rocosas, selvas ecuatoriales, islas en que se vive coronado de flores. Se veía la película dos veces, salía sólo cuando cerraban el local; y en su magín seguía habitando aquellos paisajes y respirando sus colores. Pero al volver para casa en la noche lloviznosa, el aguardar en la parada el tranvía número 30, el comprobar que su vida ya no conocería más escenario que tranvías, semáforos, vivienda en semisótanos, fogones de gas, ropa tendida, almacenes y sección de embalaje, le iban desvaneciendo el esplendor de la película en una tristeza desteñida y gris.
Aquella noche el film que había visto se desarrollaba en las selvas de la India: del suelo pantanoso se alzaban nubes de vapores, y las serpientes reptaban por las lianas y se encaramaban a las estatuas de antiguos templos engullidos por la jungla.
Al salirse del cine abrió los ojos en derredor, volvió a cerrarlos, a abrirlos otra vez: no veía nada. Absolutamente nada. Ni siquiera a un palmo de sus narices. En las horas que permaneció allá adentro, la niebla había invadido la ciudad, una niebla espesa, opaca, que envolvía las cosas y los sonidos, trabucaba las distancias en un espacio sin dimensiones, barajaba las luces en la oscuridad transformándolas en relumbres sin lugar ni forma.
Marcovaldo se dirigió maquinalmente a la parada del 30 y dio de narices contra el poste del cartel. En aquel momento cayó en la cuenta de que era feliz: la niebla, al borrar el mundo en torno, le permitía conservar en sus ojos las visiones de la pantalla panorámica. Incluso el frío parecía mitigado, como si la ciudad se hubiera echado encima una nube a guisa de manta. Marcovaldo, arropado en su gabán, se sentía a cubierto de cualquier sensación exterior, disponible en el vacío, y podía colorear este vacío con las imagenes de la India, del Ganges, de la jungla, de Calcuta.
Llegó el tranvía, evanescente como un fantasma, campanilleando lentamente; las cosas existían en la mínima proporción imprescindible; para Marcovaldo hallarse aquella noche al fondo del tranvía, dando la espalda a los demas pasajeros, fijando la vista mas allá de los cristales en la noche vacía, atravesada sólo por indistintas presencias luminosas y tal cual sombra más negra que la oscuridad era la situación ideal para soñar despierto, para proyectar ante sí y adondequiera que fuese un film ininterrumpido sobre una pantalla sin límites.
Fantaseando de esta suerte había perdido la cuenta de las paradas; de pronto se preguntó dónde estaría; vio que el tranvía se quedaba casi vacío; escrutó al través de los cristales, interpretó los clarores que se insinuaban, dedujo que su parada era la próxima, se afanó hacia la salida en el último momento, se apeó. Echó un vistazo en derredor buscando algún punto de referencia. Pero las pocas sombras y luces que sus ojos alcanzaban a percibir no se componían en ninguna imagen conocida. Se había confundido de parada y no sabía dónde estaba.

  • Italo Calvino, Marcovaldo o sea Las estaciones en la ciudad. Traducción de Juan Ramón Masoliver. Destino, Barcelona, 1970 (cito por la reed. de 1994, col. Destinolibro, pp. 93-95, ISBN 84-233-1046-9). Hay nueva edición en Siruela, Madrid, 1999 y 2010, ISBN 978-84-7844-437-3. Y, con ilustraciones de Alessandro Sanna, en Libros del Zorro Rojo, 2013 (enlace).

‘Los perros de la Mórrígan’, de Pat O’Shea

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Los perros de la Mórrígan, de Pat O’Shea (1931-2007), es una novela fantástica un tanto extraña: aunque se sitúa en un marco esencialmente épico, presta especial atención a la ternura, el crecimiento personal y el humor. La protagonizan dos hermanos de diez y cinco años, niño y niña, que recorrerán una Irlanda mágica tras haber despertado a la malvada serpiente Olc-Glas y, con ella, la ambición de la temible diosa de la guerra, la Mórrígan, con su particular naturaleza triple. Aparecerán muchos personajes del folklore y la mitología irlandesa, como san Patricio, la reina Maeva o el guerrero Cúchulain.

Más allá de esta celebración o recuperación local, lo importante es el viaje de los niños, en el que se centra casi toda la trama. Es notable que la diosa de la guerra concibe la historia como un juego —muy literalmente, pues durante muchas páginas ella la ve y la juega como una partida sobre una mesa— y que, más en general, no estamos ante la historia de unos niños heroicos, ni siquiera al estilo comparativamente tranquilo de los hobbits. En efecto, los niños son elementos de un juego, de relevancia crucial, pero sin plena libertad ni la responsabilidad correspondiente; poseen elementos mágicos que no les corresponde activar, sino que activan otros, los dioses, en el momento idóneo; más de una vez se sorprenden actuando de forma insospechada, movidos desde fuera. Su principal necesidad será, sobre todo, superar el miedo en los momentos difíciles; en los demás, disfrutan y se alegran sobremanera.

  • Pat O’Shea, Los perros de la Mórrigan (The Hounds of the Mórrígan, 1985); traducción de Francisco Torres Oliver; ilustraciones de Alfonso Ruano Martín. Ed. 1990: Madrid, Siruela (Las tres edades, 2), ISBN 8478440550. Ed. 2003: Siruela (Las tres edades, 102), 8478446966.