Pues yo estoy vivo, eso sí; pero la misma vida que no puedo emplear se me queda dentro y se me pudre. Sabe usted, yo quisiera que todo viviese, que todo comenzara a marchar, no dejar nada parado, empujar todo al movimiento, hombres, mujeres, negocios, máquinas, minas, nada quieto, nada inmóvil…
Son palabras de Zalacaín poco antes de morir. A este clásico, aún recomendable por su acción y rapidez, la funcionalidad de su estructura, y el carácter propio y curioso en general de casi todo Baroja, le reprocharía uno hoy que los personajes femeninos sean tan rematadamente planos. A cambio, el carácter juvenil masculino clásico se retrata de primera:
¡Y qué alegrías! ¡Qué triunfos! Entrar en las aldeas a caballo, la boina sobre los ojos, el sable al cinto, mientras las campanas tocan en la iglesia. Ver, al huir de una fuerza mayor, cómo aparece entre el verde de las heredades el campanario de la aldea donde se tiene el asilo; defender una trinchera heroicamente y plantar la bandera entre las balas que silban; conservar la serenidad mientras las granadas caen, estallando a pocos pasos, y caracolear en el caballo delante de la partida, marchando todos al compás del tambor… ¡Qué emociones debían de ser aquellas!
…
—… ¿Se ha de estar siempre hecho un esclavo, sembrando patatas o cuidando cerdos? Prefiero la guerra.
—¿Y por qué prefieres la guerra? Para robar.
—No hables, Capistun, que eres comerciante.
—¿Y qué?
—Que tú y yo robamos con el libro de cuentas. Entre robar en el camino o robar con el libro de cuentas, prefiero a los que roban en el camino.
Unos valores previos al antibelicismo que hoy es políticamente correcto, desde luego. Sobre eso, antes que cargarse a Baroja con los valores del presente, quizá habría que recordar que nuestras sociedades desdeñan la guerra… pero hacerla, la hacen exactamente igual que en 1909, aunque ahora sea so guisa de presidentes elegidos democráticamente que la justifican pidiéndonos televisadamente que los miremos a los ojos, o con encomiables Premios Nobel de la Paz que cerrarán los Guantánamos del mundo, salvo que no los cierren.
- Pío Baroja, Zalacaín el aventurero, Austral, ed. R. Senabre, 1987, pp. 236 y 113.